Ese invierno el Diablo bajó al pueblo. Al principio logró pasar inadvertido: nadie lo vio, a pesar de que anduvo haciendo de las suyas. Por la noche —dos grados bajo cero a la hora de la cena— todos los fuegos crecieron y el cielo se llenó de humos, pero...
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Ese invierno el Diablo bajó al pueblo. Al principio logró pasar inadvertido: nadie lo vio, a pesar de que anduvo haciendo de las suyas. Por la noche —dos grados bajo cero a la hora de la cena— todos los fuegos crecieron y el cielo se llenó de humos, pero cuanto más altas eran las llamas, menos calor daban. Después de los postres algunas puertas fueron perdiendo su hermetismo y dejaron escapar conciencias curiosas. No era cosa de andar echando leña al frío… La tía Micaela se estremeció con unas toses cada vez más inoportunas, y el cura Collazo se tuvo que levantar a cambiar el agua del porrón, interrumpiendo su lectura piadosa. La rubia Robledo sopló en vano el fogón: las brasas salpicaron chispas primero, se hicieron llama fuerte después; pero no hirvió el agua para el té. El rengo Vidal sintió crujir los huesos de su pierna más corta, y presintiendo con ello un desastre climatérico, resolvió salir a otear los aires de la noche. Nomás atravesó media plaza, cuando vio el resplandor nara
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